Los poetas que alrededor del 550 a.C escribieron tragedias para las Grandes Fiestas de Dionisio tomaron sus temas del amplio espectro de mitos con que la fecunda imaginación de su nación los dotaba. Del extenso Ciclo troyano, por poner un ejemplo, los poetas extrajeron material para sus tragedias de todo impensable rincón u olvidado intersticio del desarrollo del mito más célebre de la Hélade: tomaron «materia trágica» de los orígenes divinos del conflicto estético que sembró la discordia (un auténtico Certamen de Belleza entre diosas), de la salida de las naves griegas, de la guerra propiamente dicha y de los héroes que tomaron parte en ella, de la toma y del saqueo de la ciudad y finalmente, del regreso de los proto-agonistas a sus respectivos lugares de origen. Lo mismo puede decirse del no menos rico Ciclo Tebano pues, los mitos en general sostenidos por una larga tradición, fueron el sustrato de las invenciones de los poetas que componían sus obras haciendo auténticas variaciones al  mito, ya sea inventando nuevos finales adecuados a sus particulares puntos de vista político-estéticos, o bien, imaginando repentinas interrupciones de dioses (Deus ex machina) para de este modo alterar completamente el conocido y esperado descenlace de la historia. El factor de la sorpresa mantenía la vitalidad del Mito renovándolo en cada nueva producción teatral. Eurípides fue el autor que más varió el contenido de los mitos: llegó a proponer, en una obra titulada Helena, que en realidad Paris no raptó sino una hermosa fantasmagoría facsimilar de la incomparablemente hermosa hija de Leda mientras que la de carne y hueso, la Helena de carne y hueso quiero decir, permanecía en la isla de Faros ajena e ignorante de los acontecimientos que desembocaron en el sitio de  Troya.

Quizás el punto de encuentro más fecundo entre Tragedia griega y Muralismo mexicano se halle en Prometeo. La tragedia Prometeo encadenado de Esquilo sucede en la cúspide de una alta montaña donde Hefesto, obligado por su oficio de herrero, lleva a cabo la misión de encadenar con gruesos grilletes a Prometeo como castigo de los dioses porque, dentro de una caña, robó para entregarle a los mortales el fulgor del fuego de donde nacen todas las artes y habilidades humanas. El Prometeo de José Clemente Orozco, por su parte, devorado por cientos de lenguas de fuego se consume en su propio fulgor antes de haberlo obsequiado a los hombres. El mito prometeico se destruye a sí mismo en la obra de Orozco. Este procedimiento que podríamos tildar de autodestrucción icónica es recurrente en su colosal obra muralística porque, al igual que Prometeo arde en sus propias llamas, en otros muros, Cristo destruye su cruz: del mismo modo que en su tiempo Esquilo, Sófocles y sobre todo, Eurípides, Orozco también reescribe, hace sus propias variaciones de los mitos que desarrolla en sus ciclos murales llegando al extremo de pintar auténticas paradojas visuales: los iconos de su mitografía son -¡maravilla de la variación!- iconoclastas.

Me parece que no solo en su función social de expresión artística a la vista de todos se halla el punto de encuentro entre la Tragedia griega y el Muralismo mexicano. Ambas manifestaciones fueron producto de un arte, propiamente dicho, de patriotas y reformadores sociales que en sus obras vertieron sus ideas políticas, sus oposiciones y sus propuestas a nivel no sólo estético sino también a niveles jurídicos y cívicos. Se sabe que Esquilo tomó parte activa en las luchas por la independencia de Grecia, peleando en las batallas de Maratón y Salamina; elevó en sus tragedias a la democracia por encima de todo y destronó regímenes de ideas bárbaras proponiendo modelos de civilidad en sus obras. Otro tanto vale para Sófocles quien participó activamente en la vida del Estado desempeñándose como Tesorero y consejero del que ha sido tal vez el único dirigente honesto que ha dado la humanidad, Pericles. José Clemente Orozco, manco, medio sordo, miope y melancólico, se mantuvo en estado de eterna protesta: yo imagino a Orozco como un desollado que camina al ras del aire quemándose e irritándose de todo. Fue un ojo crítico y agitado, siempre  incrédulo, necesariamente impertinente, pero por encima de todo impertinente con el sistema, irrisorio desde luego, que resultó de una violentísima revolución. Lleno de ira y de ardor en la piel, acusó y caricaturizó con desprecio (¿lleva la caricatura siempre una dosis de desprecio?) los colosales deshuesaderos de la historia oficialesca y la deformación del proceso revolucionario en México. Ahí, enfrente de todos, la crítica era certera y mordaz y su estética sólida, icónica-iconoclasta, como ninguna. Aunque de sensibilidad más bien agria, como apuntó Octavio Paz en su brillante ensayo, Orozco siguió y creyó en el programa educativo de José Vasconcelos: «el arte habrá de conciliar al pueblo con la esperanza y le permitirá reconstruir un pueblo diezmado y destruído» (citado por Raquel Tibol en J. C. Orozco. Breve biografía documental).

Hoy día el Arte contemporáneo mexicano parece sonreírse con benevolencia y menosprecio frente a los grandes ciclos del movimiento muralista, sin embargo no toma en cuenta una condición sorprendente y que creo, tiene su origen en la Tragedia griega: la conversión simbólica verificada en el lugar. Ya sea en el teatro de Dionisio o en el muro del edificio público, al reescribir y variar el Mito, los poetas trágicos y los muralistas lo vitalizan:  de sustrato mítico tradicional, conocido y esperado, convierten al Mito en un Rito que está sucediendo siempre y que se encuentra en continua reescritura.  Presente continuo del Mito es el Rito imprevisto de las Tragedias griegas y de los ciclos murales, particularmente los de José Clemente Orozco que hace del mito el rito de su autodestrucción…