Lloran mis ojos que aprendieron a ver mirando tus pinturas. Lloro como aquellas tus Lloronas de la Armada Invencible que de tanto llorar parece que sus ojos fueran más bien regaderas y sus chisguetes, que salen con tanta fuerza, hicieran naufragar a unas embarcaciones. Batalla naval de lágrimas. Así yo. Produzco con mi llanto un violento diluvio como los que provocan las pinturas del estrambótico pictoepistemólogo, grafósofo, esquizoexquisitor, cromatólogo, pictognóstico, erotopedagógo, eticontólogo, psicofenomenólogo Gilberto Aceves Navarro. Un pintor que unía los tres ingredientes necesarios para hacer volar la mirada en mil pedazos como trinitotulueno —Mano-Corazón-Mente— una triada muy sencilla de mencionar pero difícilísima de conjugar. Casi todos los pintores poseen sólo dos de estos ingredientes (Mano-Corazón, pero no mente; Mano-Mente, pero no corazón; Corazón-Mente, pero no mano) y dos de estos ingredientes solos no funcionan, se necesitan los tres (la idea de los tres ingredientes proviene de las Conversaciones con David Hockney, El gran mensaje).         Gilberto Aceves Navarro fue el omega de la pedagogía artística en México. Formó en sus talleres a generaciones enteras de artistas y fue durante algún tiempo la necesaria antípoda —ora complementaria, ora en tensión— de la enseñanza de corte más tradicionalista de Luis Nishizawa. Grandísimo pintor y, desde luego, dibujante infinito. Fue Maestro de ambas disciplinas en talleres legendarios —llenos de anécdotas para los que asistían— e, incluso, podría afirmar sin temor a exagerar, que cualquier artista mexicano que dibuje ahora lo hace, quizás sin saberlo, según los métodos inventados por Gilberto en sus talleres experimentales. Era un pedagogo inventor de sus propios métodos y entendió la pedagogía como una práctica artística por sí misma. Ha dejado de circular el Método de Dibujo de Aceves Navarro que la investigadora Luz del Carmen Vilchis se encargó de editar  y que es una referencia obligada para todo aquel que ose tomar un lápiz y trazar garabatos. Con vitalidad sin igual, Aceves pintó, dibujó, grabó, esculpió, dio clases y vivió intensamente. Fue un habitante inconfundible de la colonia Roma. Su colonia. Ahí están su casa y taller. Y mientras trabajaba, su Ciudad de México se transformó. De hecho, cuando pienso en Aceves Navarro, pienso en aquellos grandes citadinos neuróticos —un poco como Woody Allen en Greenwich Village—: neuróticos incansables que extraen todo lo que de artístico hay en sus propios conflictos existenciales. Maestro de la Ciudad de México que enseñó a sus discípulos a pensar el tema paralelo de la Creación en la Ciudad. Y fueron sus lecciones dinámicas las que liberaron al arte mexicano ¡por fin! de esa infecunda discusión entre pintores figurativos y abstractos: “la abstracción es forma y la forma es sustancia”, decía Aceves una y otra vez.  

Voluntad de forma, así definiría, aunque sea sumariamente, la obra de Gilberto Aceves Navarro. Y esa voluntad chisporrotea a torrentes. Dibujos, pinturas, collages, instalaciones, cerámicas: no importa si son abstractas o figurativas, lo que importa es esa Voluntad de forma donde forma es el vuelo del contenido y el contenido está dado por la vida misma. Dibujar dibujar dibujar y si dejas de dibujar, sentir un vacío en las entrañas. Nos enseñó Aceves aquella necesaria habilidad del dibujante para dejar registrada la impresión de lo volátil, la capacidad de sorprender, en un trazo de lápiz, carboncillo o tinta, una actitud que se escapa o un fenómeno de lo visible que no vuelve. Sorprenden la inmensidad de los recursos gráficos con los que nos proveyó. En ocasiones, el dibujo rápido, sin dilación, que actualiza y hace ver el pensamiento. En otras, el dibujo que es concentración en búsqueda de estados y meditación en movimiento. El dibujo entendido como especulación que calma la inquietud de la razón. Por eso, hacer un dibujo, es realizar algo muy sencillo y muy complejo a la vez: es un juego que debe tomarse muy en serio. Lo que es un hecho es que el dibujo es la contemplación inteligente del mundo. Inteligencia entendida como una aliada inseparable de la Intuición. El arte sabe, el arte conoce, se puede enseñar; es un idioma, por lo tanto, se puede aprender; pintar y dibujar es como escribir un ensayo: sólo tentativas, experimentaciones, se ensaya ensayar, se ensaya dibujar; pintar es invitar a los ojos a un banquete; a través de la práctica del dibujo se muestra una incomparable capacidad de aprender, es decir, una incomparable capacidad de transformarnos. Estas son algunas de las enseñanzas granadas de Gilberto Aceves Navarro.  

Eso por el lado del dibujo y la enseñanza, ahora diré algo acerca de sus pinturas. Las de Aceves son pinturas que nunca se ahogan ni en erudición ni en formalismos. Vean su numerosísima serie de Autorretratos de gran formato (con un tropel de guiños a Chardin y a Basquiat): la suya era una Mirada explosiva. Y con todo, su mirada explosiva de pintor culto no padeció del Síndrome Atlas, complejo tan usual que hace que los pintores carguen a sus espaldas la entera Historia del Arte. Aceves podía sacudirse a sus influencias con mucha facilidad y, no obstante, la compleja genealogía de su vista viene de Van Gogh, Picasso, Dubbufet, Tamayo y Siqueiros, éstos últimos, sus maestros. Fue Aceves colaborador de Siquerios hasta que éste lo expulsó, “Tenía razón”, bromeaba Gilberto cuando contaba los detalles de su expulsión. Su clarividencia de pintor estriba en que parece que toca a sus sujetos y objetos con los ojos. Fenomenólogo que padecía horror vacui, yo me pregunto si Gilberto conocía el silencio. Cromatólogo, fue poseedor de la ciencia más misteriosa de la pintura: el color. Ciencia que no todos los pintores poseen y que, poseyéndola, lo aúna con Tiziano, Pontormo, Del Sarto, Watteau, Monet, Gauguin, Klee, es decir, los más sorprendentes cromatistas de la historia de la pintura.

Recuerdo así, a vuelapluma memorística, esos Naufragios ocasionados por las lágrimas que surgen a borbotones de las Lloronas de la Armada Invencible en dorados, azules y azules verdosos; había una mujer en el extremo inferior de la composición que amamanta el suelo con su llanto (como las mujeres de Rubens, que se hincan en el piso para amamantar a sus lobeznos); recuerdo también los Poemas florales, serie de pinturas en colores violáceos y rosas en conjugación contrapuntística con el negro. Me acuerdo siempre, mientras pinto, de sus estrambóticas variaciones sobre Felipe II, pinturas de colores salvajes, colores-caca, arrojados como si fueran manchas obscenas de action-painting con la genialidad turgente del vómito. Me acuerdo de sus pinturas como si se trataran de comentarios divertidos a las obras de Van Gogh, pinturas que tienen la apariencia de notas al pie de página a la obra del mortificado holandés. Recuerdo también las pinturas de caminantes de pies gigantescos caminando ante la caída del sol, el atardecer es entendido como figura y la figura es entendida como atmósfera. Luego, un unicornio atrapado por un helicóptero. Pinturas que a veces resultan auténticas agresiones al ojo, como inyecciones al iris, con puntiagudos dorados y verdinegros. Las figuras, resueltas con garabatos al estilo Rembrandt, a veces conservan la fresca apariencia de bocetos. Me río con risa nerviosa de algunos soldados que entregan sus propias cabezas a unas mujeres en un plato (como el Bautista). Recuerdo también la pintura Cumbia de la Roma, una pintura al encausto que es, en sí misma, la expresión misma del Baile. Un contrapunto triste: Ahora que estoy viejo te escribo cartas mamá, colección de dibujos rotos y dispuestos así, en un montículo o túmulo de grafismos. Cuando pintó la serie de fusilamientos de Maximiliano a partir de Manet, Aceves pintó la detonación de los fusiles —una onomatopeya visual— y todos los que miran el espectáculo sonoro-visual son Juárez. También están las parturientas Coatlicues que están pariendo a bebés-Juárez, bebé nacional que nace circunspecto y no gritando. O aquella magnifica serie de Adán y Eva a partir del grabado de Rembrandt en el que el holandés inventó la Teoría de la Evolución porque trazó un Adán y una Eva Cro-Magnon y Aceves captó de Rembrandt la salvaje y canibal deglución de la manzana. Hay pinturas de esta serie que parten de una base negra y Aceves dibuja con color, color-línea, el Edén, por tanto, es dibujo en derroches de vitalidad pictórica.  

En fin, la absoluta y magistral movilidad, el desplazamiento y maleabilidad de la forma es lo que vemos en su obra: la vida turgente de un Héroe de las mil manos, los mil corazones y las mil mentes. Recuerdo que estudiar la obra de Aceves hacía surgir entre los pintores jóvenes unos increíbles deseos de producir algo increíble. Esa era la fuerza germinativa de su obra. Una pintura es, en realidad, miles de pinturas, fallidas, afortunadas —¡qué importa!— lo que importa es la VOLUNTAD DE FORMA, importa que estamos aquí y que podemos contribuir con una pintura, una línea, un garabato… y yo sé esto gracias a Gilberto Aceves Navarro.